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jueves, 19 de enero de 2012

‘Cerditos’ en la UE: ¿Son los países católicos manirrotos? Por Juan G. Bedoya

¿Son manirrotos los católicos, e incapaces sus políticos de sostener una economía capitalista creíble? ¿Por qué la crisis se ceba más en los países católicos del sur de Europa que en los del norte, de tradición protestante? ¿Son anticatólicos los mercados? Como en la canción de Bob Dylan, la respuesta (y la pregunta) está en el viento. No es un debate nuevo, pero arrecia en los tres últimos años.

De rodillas, andrajosos, humillados, cinco sujetos aparentemente sobrealimentados piden limosna en actitud perpleja. Detrás, un muro. Enfrente, la nada. Un letrero dice que son miembros de la Unión Europea. Cada uno luce en la pechera la marca de su país: Italia, Portugal, Irlanda, España y Grecia, de izquierda a derecha. El dibujante Jim Morin sublimó así el viejo debate sobre la inferioridad económica de los países católicos. Su ya famosa caricatura se publicó en The New York Times para ilustrar un informe sobre los PIGS europeos, literalmente cerdos en inglés.

PIGS es el acrónimo despectivo con el que financieros anglosajones se refieren a los países del sur de la UE: Portugal, Italia, Grecia y España (Spain en inglés), para subrayar sus problemas específicos: déficit incontrolado, contracción económica, desempleo galopante, endeudamiento, burbuja inmobiliaria, derrumbe de sus emisiones de deuda y, sobre todo, mentira y falseamiento de las cuentas. Tras la crisis de 2008, se reemplazó Italia por Irlanda, pero ahora añaden a las dos, con el acrónimo PIIGS. Algunos de esos países fueron presentados como ejemplares por sus gobernantes, en el caso de España como una economía de “champions”, a punto de superar a Francia e, incluso, a Alemania (palabras de Zapatero hace tres años).

El calificativo PIGS ha sido usado incluso por el Financial Times, referido a los prejuicios habituales de un determinado pensamiento económico sobre países de la periferia europea, oponiendo su situación a los emergentes BRIC (Brasil, Rusia, India, y China). El periódico jugaba con las palabras brick (ladrillo) y pig (cerdo), con una sutil referencia a la frase hecha que designa en ese idioma la idea de algo inverosímil: flying pig (cerdo que vuela).

Otros teóricos han utilizado la expresión economía porcina. “Es un apodo peyorativo, aunque refleja la realidad. Hace ocho años, los cerdos llegaron realmente a volar. Sus economías se dispararon después de unirse a la eurozona. Ahora, los cerdos están cayendo de nuevo a tierra”, escribió Financial Times en septiembre de 2008. Los mismos calificativos han usado The Times, Newsweek y The Economist.

Pese a que las economías de los países donde más han arreciado esas críticas (Reino Unido y EE UU) también atraviesan por dificultades, los desprecios no han desaparecido. Todo empezó con las tesis del sociólogo Max Weber sobre la inferioridad del cristianismo romano respecto al protestantismo para construir economías capitalistas solventes.

Los cinco pordioseros del dibujante Jim Morin tienen esa característica religiosa. Son católicos romanos, salvo Grecia, que es ortodoxa, una religión prima hermana del catolicismo. Si hubiera un barómetro para medir el maridaje entre el Estado y la religión, Grecia se llevaría la palma confesional, por delante de Italia y España. La última demostración fue la jura del cargo del nuevo primer ministro heleno, humillado ante el nutrido grupo de prelados encabezados por el arzobispo de Atenas y primado de Grecia, Jerónimos II.

En España, los presidentes de Gobierno y sus ministros, incluso los tachados por el Vaticano de “laicistas furibundos” (como Rodríguez Zapatero), juran su cargo ante un crucifijo y la Biblia abierta por el Pentateuco, el llamado Libro de los Números.

Veamos las tesis del sociólogo alemán Max Weber (Erfurt, 1864-Múnich, 1920). Las expone en un libro que se hizo pronto famoso, La ética protestante del capitalismo, publicado en 1905. Dice: “El mundo protestante es más exitoso económicamente que el católico gracias al influjo de la religión protestante en cada uno de sus individuos: amor al trabajo, honradez, ahorro y apego permitido a lo material”.

Los protestantes llaman perezosos a los católicos. Replican los católicos que los protestantes son materialistas. Weber lo explica así: “El católico es conformista y prefiere la seguridad, mientras que el protestante se atreve con el riesgo. La Iglesia católica castiga al hereje, pero es indulgente con el pecador. El protestante pone el énfasis no en la confesión, sino en la conducta. Cualquier fabricante sabe que es la falta de conciencia de los trabajadores de países como Italia uno de los obstáculos de su evolución capitalista y de todo progreso”.

Los tópicazos del sociólogo de la religión se refiere aquí a un tema de rabiosa actualidad en la UE: la menor laboriosidad y productividad de los países del sur, y el escandaloso absentismo laboral. Según Weber, el protestante no considera el trabajo un castigo. Los católicos, en cambio, creen que el trabajo es el máximo castigo de Dios por el pecado original, y culpan a una mujer, Eva, de haber provocado la expulsión del Paraíso, donde no era necesario trabajar. Del protestantismo, perseguido con saña en España hasta 1966, escribió Menéndez Pelayo, desde su atalaya de católico a machamartillo: “El protestantismo no es más que la religión de los curas que se casan”.

Ahora, la protestante Angela Merkel se presenta capaz de arreglar las cuentas y las deudas de los Estados del sur, como se ayuda a un primo borrachín. Pero exige atenerse al cuento de los tres cerditos merendados por el lobo. No ayudará, a menos que los PIGS estén dispuestos a construir en cemento armado sus casas, en vez de con paja reseca, y a aplicarse el cuento de la austeridad, el rigor y los sacrificios.

Todo son dudas. Las medidas de austeridad impuestas a los italianos por el Gobierno del tecnócrata Mario Monti (bien arropado por ministros católicos, como Andrea Riccardi, hagiógrafo de Juan Pablo II y fundador de la Comunidad de sant’Egidio, uno de los nuevos movimientos del catolicismo romano), excluyen de todo sacrificio a la Iglesia católica. El plan de ajuste asciende a 30.000 millones de euros, de los que buena parte proceden de un nuevo impuesto inmobiliario. Si la Iglesia católica italiana lo tuviera que pagar, Monti tendría 2.500 millones más. Lo han evitado ministros considerados más súbditos del Vaticano que de Italia.

Han hecho lo mismo los nuevos gobernantes de Grecia. En España, ni siquiera se plantea lo contrario, pese a ser la Iglesia católica el segundo propietario inmobiliario después del Estado. En los tres países en crisis, las jerarquías católicas viven en un clamoroso paraíso fiscal.

Todo empieza en la educación sentimental. Los catecismos que aprendieron los españoles durante el nacionalcatolicismo franquista (el Astete, el Ripalda y el Catecismo Patriótico Español, sobre todo) enseñaban que el liberalismo era pecado, pero también el capitalismo, el socialismo, el modernismo, el darwinismo, el sindicalismo, el laicismo, el secularismo, y así hasta 14 ismos. “A todos los fieles, en especial a los que mandan, ordenamos con la autoridad del mismo Dios que trabajen con empeño en desterrar de la Santa Iglesia estos errores”, ordenó el Concilio Vaticano I.

“¿Es lícito a un católico llamarse liberal?”, preguntaba el cura en la catequesis siguiendo el texto de Nuevo Ripalda para la nueva España. Respuesta: “No, señor, por el escándalo que causa tomar el nombre de un error condenado por la Iglesia”. Pero había matices. El catequista ensotanado pregunta si “alguna vez no será pecado leer la prensa liberal”. “Sí, señor, si se leyeren las reseñas taurinas o el alza o baja de la Bolsa”.

Michael Burleich, historiador de Oxford, opina: “Para los protestantes liberales, los católicos personificaban el atraso económico y el oscurantismo cultural, mientras que el protestantismo era sinónimo de cultura, una identificación efectuada en parte para revigorizar el protestantismo entre una burguesía que ya no iba a la iglesia. Las personas modernas hacían sus propias elecciones racionales; los sacerdotes ejercían un dominio antinatural sobre las ancianas, los niños y las gentes del campo, que constituían la mayoría católica”.

Es como si Burleich hubiera escuchado al aristócrata Cayetano Martínez de Irujo, conde de Salvatierra y gestor de la Casa de Alba, que acaba de proclamar que “los jornaleros andaluces tienen pocas ganas de trabajar”. La misma idea ha expresado, con palabras más gruesas, el líder de los democristianos catalanes, Duran Lleida. Burleich añade, citando a Weber: “La resolución y la sobriedad características de los protestantes contrasta con una chusma indolente y beoda de campesinos controlados por los curas, que solo salen de su inercia para quedarse embobados con las trapacerías de las reliquias”.

Recientes investigaciones de Ludger Wössmann y Sascha Becker, profesores de Economía de la Educación en la Universidad de Múnich, señalan que las regiones alemanas protestantes eran (son) de promedio más ricas y desarrolladas que las católicas, y también tenían (tienen) mayor nivel de escolarización de mujeres.

En España, el atraso económico se concentra, con tasas de paro por encima del 30%, en las regiones más católicas, si sirve para medir la religiosidad el porcentaje de contribuyentes que coloca la equis en su declaración de la renta pidiendo que Hacienda desvíe el 0,7% de su cuota fiscal para pagar los salarios de obispos y sacerdotes. Andalucía y Castilla-La Mancha duplican el porcentaje de País Vasco y Cataluña. Además, la historia del mal llamado impuesto religioso es una demostración de cómo en el mundo católico la verdad puede convertirse en mentira con desparpajo. Sostienen los obispos que son sus fieles los que pagan ese impuesto. Pero el católico español, al contrario que en Alemania, no añade ni un euro en el IRPF para su confesión. Es Hacienda quien lo deduce de los ingresos totales del Estado, de manera que el sostenimiento del clero católico corre también por cuenta de ateos, protestantes, judíos, musulmanes y todos los etcéteras que quieran añadirse.

Italia confirma también las conclusiones de Wössmann y Becker, con un añadido: allí está demostrado que el norte, más rico pero menos religioso, es menos corrupto que el sur, donde la tradición católica está más arraigada y hay más pobreza.

Es difícil encontrar un historiador de las religiones que no se ocupe de las tesis de Weber. El último en hacerlo es Diarmaid MacCulloch, catedrático de Historia de la Iglesia en la Universidad de Oxford. Acaba de publicar una imponente Historia de la Cristiandad (Debate, 2.300 páginas) y, pese a señalar los intentos renovadores de Roma, considera razonables los argumentos del sociólogo alemán. “Los colectivos son más proclives que los individuos a pasar por alto algo que sucede delante de sus narices”, ironiza.

En cambio, la filósofa y escritora Reyes Calderón, decana de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Navarra, desveló hace apenas un mes que está ultimando una investigación en la que desmonta con contundencia la idea de que las sociedades católicas sean más corruptas y atrasadas que las de tradición protestante. De momento, sostiene: “El problema es que tanto la metodología de la investigación como las bases de los estudios eran incorrectas. Valoraban, por ejemplo, que como en el catolicismo puedes robar y después confesarte para quedar libre de culpa, se tendía más al hurto. No valoraron que la religión católica obliga a devolver lo robado para ser absuelto. La muestra era muy sesgada”.






Fuente: ElPais.com
Autor: Juan G. Bedoya (1945 -) periodista, docente y político español. Licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad de Navarra y ha trabajado, entre otros medios, en Alerta (Santander), El Correo Español (Bilbao), Televisión Española y ahora responsable de la sección de Religión de El País.La Comisión Europea ha otorgado en España el ‘Premio Europeo de Periodismo 2009. También ha sido director de Hoja del Lunes de Santander (1975-1980). Director del Curso La cuestión regional de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Profesor de Literatura en la Escuela Politécnica (1973-1974). Presidente de la Junta de Fundadores de Cantábrico de Prensa S.A. Editor del periódico ALERTA Cantabria (1985-1993).


Adjunto al articulo original: San Isidro, las mujeres y los puentes de Rajoy

Uno de los frenos del desarrollo en los países católicos es la tradicional aversión de los jerarcas romanos por la mujer. Ese talibanismo pervivió en la Europa de los PIGS hasta bien entrado el siglo XX, pomposamente llamado el siglo de las mujeres. Carlos Marx, muchos años antes, había advertido de que “el progreso social se mide por la posición que ocupa la mujer en una determinada sociedad”. En España, durante el franquismo, donde mandaban mucho los obispos, las mujeres no podían abrir cuentas en un banco ni obtener el pasaporte sin licencia del marido.

“De los innumerables pecados cometidos a lo largo de su historia, de ningún otro deberían de arrepentirse tanto las iglesias como del pecado cometido contra la mujer, opina la teóloga Uta Ranke-Heinemann, compañera de estudios del actual Papa en la Universidad de Múnich.

Todo empezó cuando los primeros sabios cristianos tomaron a Aristóteles como pensador de cabecera. El griego fue quien primero teorizó sobre la inferioridad de la mujer. Esta debe su existencia a un descarrilamiento en su proceso de formación; es “un varón fallido”. San Agustín reforzó ese desprecio y Tomás de Aquino lo hizo teología de altura.

Respecto a la aversión por el trabajo (baja productividad, absentismo, etcétera), el símbolo podría ser san Isidro Labrador, patrón católico de Madrid. La Iglesia romana lo tiene en los altares como un hombre muy piadoso (tanto, que abandonó a su mujer para no disiparse), pero con fama de holgazán entre los vecinos. Su patrón, Juan de Vargas, quiso comprobarlo por sí mismo. Un día se escondió tras unos matorrales, a medio camino entre la iglesia y el campo. Al salir del templo, recriminó a Isidro el absentismo. Pero cuando llegaron los dos a la finca, los bueyes estaban arando ellos solos la parte que le correspondía al futuro santo y patrón. ¡Ángeles del cielo!

Otro cantar es la fama festivalera de los países del sur. El presidente Mariano Rajoy ha prometido que reducirá los puentes festivos para mejorar la productividad, pasando al lunes algunas fiestas de guardar. Lo tiene difícil. Ya lo intentó Felipe González en 1984 con la fiesta de la Inmaculada (8 de diciembre), para que no coincidiese con la de la Constitución (dos días antes). Los obispos casi se echan al monte.






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viernes, 21 de enero de 2011

Benedicto XVI concluye la reforma de la eternidad. Por Juan G. Bedoya

Todo es metáfora. Donde el Credo enseña que los buenos serán premiados con el cielo eterno y los pecadores castigados con un terrible infierno, en realidad no se refiere a lugares físicos entre las nubes o bajo tierra, sino a estados de ánimo. Vale lo mismo para el purgatorio, que el papa Benedicto XVI acaba de reducir también a un simple "fuego interior". "El purgatorio no es un elemento de las entrañas de la Tierra, no es un fuego exterior, sino interno", dijo el Pontífice en la catequesis del miércoles pasado.

Juan Pablo II sostuvo algo parecido en agosto de 1999 sobre el cielo y el infierno, también meros estados de ánimo. Lo había proclamado mucho antes el filósofo existencialista francés Jean Paul Sartre, con esta frase que hizo época: "El infierno son los otros".

Dijo en 1999 el famoso papa polaco: "El infierno, más que un lugar, es una situación de quien se aparta de modo libre y definitivo de Dios". Y también que "el cielo no es un lugar físico entre las nubes, sino una relación viva y personal con Dios".

Hasta ahora estaba justificado escribir cielo, infierno, purgatorio o limbo en mayúscula porque se consideraban topónimos, "si bien de carácter mítico o imaginario". Lo establece así la Real Academia Española en la reciente Ortografía de la lengua española. Su argumento es que esos sustantivos "designan específicamente los lugares establecidos por las distintas religiones como destino de las almas tras la muerte".

Liquidados como topónimos míticos, pierden el derecho a la mayúscula. Queda por llegar una petición de disculpas por las desgracias y los miedos causados con esos espantajos. Después de Galileo era imposible creer en el cielo tal como lo presentaban los eclesiásticos. Pero decirlo ha sido peligroso durante siglos. En el año 1600 fue quemado vivo Giordano Bruno; en 1616 condenado Copérnico, y en 1663, Galileo. El precio moral que ha pagado el Vaticano por esas barbaridades es elevado, pero mayor el quebranto de millones de fieles que han vivido -muchos viven todavía- aterrorizados por la idea del fuego eterno en un infierno ahora desechado.

Los papas libran ahora a sus fieles católicos de esa escatología apocalíptica, tenebrosa y vengadora. Teólogos tan importantes como Hans Küng o Hans-Urs von Balthasar se les adelantaron 40 años, el primero con grave riesgo de anatematización. Fue perito del Concilio Vaticano II por decisión de Juan XXIII y profesor de teología en la Universidad Católica de Tubinga cuando fue apartado del cargo por sus escritos.

En 1975 Küng escribió sobre el cielo: "No se puede hoy, como en los tiempos bíblicos, entender el firmamento azul como la parte exterior del salón del trono de Dios, sino como imagen del dominio invisible de Dios. El cielo de la fe no es el cielo de los astronautas. No es un lugar, sino una forma de ser". Dijo sobre el infierno: "No debe entenderse como un lugar del mundo supraterrestre o infraterrestre, sino como exclusión de la comunión con el Dios vivo".

Si todo era tan evidente, ¿por qué los papas revisan tan tarde la doctrina sobre el más allá? Hay tres respuestas. La primera tiene que ver con el llamado acoso de la ciencia. Roma no quiere repetir las amargas historias de Galileo o Giordano Bruno. La segunda razón es fruto de las estadísticas: el 60% de los católicos cree en Cristo, pero no en el infierno ni en el paraíso. Y, por último, se cumple una obligación conciliar que han retrasado más de lo prudente. La Iglesia debe vivir en su tiempo, y ha de actualizar la interpretación que en el pasado se hizo de los textos sagrados. Se trata del aggiornamento, la palabra preferida de Juan XXIII y su Vaticano II.

El último mito en caer en desuso ha sido el purgatorio. Se trataba de un lugar intermedio entre el cielo y el infierno, una especie de sala de espera. Nunca se dijo oficialmente dónde estaba ubicado y su entrada en escena, en torno a 1170, justificó la celebración del Día de Todos los Santos y la fea costumbre de las bulas con que comprar el cielo para las almas de amigos y parientes.

Otro tachón en la geografía escatológica afectó al limbo. Decían los catecismos clásicos que el limbo era el lugar al que iban quienes morían sin uso de razón y sin bautizar. Un lugar sin tormento ni gloria, algo así como estar en Babia toda la eternidad.

El castigo consistía en vivir en una tercera clase de cavidad distinta del cielo y el infierno, en el que las almas cándidas, además de estar privadas de gloria, sufrirían la ausencia de quienes habían tenido la fortuna de salvarse: padres, hermanos... La doctrina tridentina incentivaba con tan terribles argumentos el bautismo rápido de los recién nacidos.

Fue Juan Pablo II quien ordenó en 2004, poco antes de morir, al entonces cardenal Joseph Ratzinger (hoy Benedicto XVI) la dirección de una comisión teológica que razonase la supresión del limbo. No era un problema teológico aislado. El papado se sentía obligado a cambiar puntos de vista que han llenado de zozobra a sus fieles. Así, la visión que, desde san Agustín, tiene la Iglesia de Roma sobre el hombre como un ser irremediablemente empecatado desde que Eva y la serpiente liaron a Adán. El Papa buscaba una síntesis que ayudase "a una práctica pastoral más coherente e iluminada". La doctrina que coloca en el limbo a los niños muertos con el "pecado original" no lavado por el bautismo, es de origen medieval y poco relevante entre los teólogos modernos a no ser porque se hermana con la idea, también arrumbada por el Concilio Vaticano II, de que fuera de la Iglesia romana no había salvación.

"En el inicio creó Dios el cielo y la tierra", reza la primera frase de la Biblia. Para los que se toman este libro sagrado como doctrina, semejante inicio ocurrió en apenas una semana y hace unos 6.000 años. También sostienen que existió un paraíso (un jardín llamado otras veces el Edén, la Tierra del deleite), donde Adán y un apéndice costillar llamado Eva tuvieron dos hijos, Caín y Abel, que a su vez... La dichosa historia de la manzana les costó ser arrojados a unas tinieblas exteriores y tener que trabajar, ellos y sus descendientes, para ganarse el pan "con el sudor de su frente". El cronista bíblico no percibió desempleo en aquel tiempo.

Es una curiosa historia, con serpiente incluida y con final infeliz. En realidad, todo irreal. Pero sus consecuencias han sido terribles. Como durante siglos el tema del paraíso terrenal se ha interpretado tal como fue escrito en los tiempos del rey Salomón, los predicadores cristianos han enseñado que por Eva entró el mal y la muerte en el mundo y que la mujer merece desprecio eterno por ello. "No seáis nunca ni Judas ni Eva", exhortaba Pío XII, en los años cincuenta del siglo pasado, cada vez que había ordenaciones sacerdotales en Roma y recibía en audiencia a los misacantanos.

Hay una larga relación de pensadores cristianos que proclamaron en los años sesenta, tras el Vaticano II, lo que ahora predican los pontífices. Pero, para una mirada de lego, la nueva escatología papal pone patas arriba la interpretación clásica de los textos sagrados y lo que se ha enseñado como doctrina a los niños españoles en catecismos tan afamados como los de Astete y Ripalda. También decae estrepitosamente la idea de Tomás de Aquino sobre algunos de los placeres esenciales de los que van al cielo: además de la visión de Dios, el sabio de Aquino subraya el poco cristiano de la contemplación de los sufrimientos de los arrojados al infierno.

En la misma línea, el colosal Dante predica esa fruición vengativa cuando en La Divina Comedia, además de regodearse en la "región de los condenados" con la cita de ladrones, usureros, alcahuetes, traidores, príncipes negligentes, papas codiciosos y genios tramposos como Ulises (por lo del caballo de Troya), ajusta cuentas a sus paisanos de Florencia, de los que fue prior antes de ser exiliado. En su viaje al más allá el poeta cita a 32 florentinos que se pudren en los infiernos. Es humano el regodeo, pero de exageraciones tales procede quizás la alternativa excremental de la palabra escatología, un derivado de ésjatos (último) y logos (estudio): el estudio de los últimos días.

El cotilleo morboso de Dante ante los condenados al fuego eterno aterrorizó, en cambio, a Unamuno, que califica de "absurdo moral" la sola idea del infierno. "Por el infierno empecé a rebelarme contra la fe. Mi terror ha sido el aniquilamiento, la anulación, la nada más allá de la tumba. ¿Para qué más infierno?", escribió.

Por el infierno y el resto de la escatología cristiana, el Vaticano, con su enorme poder, llenó de sombras, tristezas y miedos durante siglos la visión de la humanidad, con límites tenidos hoy por irreverentes. Un ejemplo es el predicador capuchino Martin von Cochem, que llegó a fijar la altura de las llamas del infierno, llamando la atención sobre el hecho de que su fuego es más tórrido que el terrenal: porque sucede "en lugar cerrado", "se alimenta de pez y azufre" y es Dios quien lo sopla.

"Tú sabes", se exhibe Cochem, "que cuando se sopla sobre el fuego, éste prende con más ímpetu. Si el fuego se atiza con grandes fuelles, como se hace en las fraguas de los herreros, las llamas se enfurecen. Cuando es el Dios omnipotente el que sopla el fuego del infierno con su aliento, ¡cuán horrible no será su rabia y furor".

Que una escatología tan grosera y disparatada haya pervivido durante siglos se explica por el ansia de inmortalidad del género humano y la esperanza de un "más allá" tras la muerte. Lo sostiene el teólogo Manuel Fraijó, alumno en Alemania de Karl Rahner, Hans Küng o Walter Kasper (director de su tesis doctoral). "Ya avisó Feuerbach que, si no existiera la muerte, no existiría la religión. Y Nietzsche atribuía la victoria del cristianismo a esa deplorable adulación de la vanidad personal lograda a golpe de promesas de inmortalidad", añade.

El infierno es, además, una antiutopia destructiva. Al amenazar con las penas eternas, se pretendía infundir terror y provocar la huida del mundo. La mirada del más allá operaba como distracción para alejar a los creyentes de sus responsabilidades en la construcción de la ciudad terrena.

Al fondo está la doctrina de la resurrección, que nació también como respuesta a la injusticia. Dice el teólogo Fraijó: "Existen los injustamente tratados, los humillados y ofendidos, las víctimas del egoísmo y la barbarie. La resurrección viene a satisfacer una de las apetencias fundamentales del ser humano, marcado por una melancolía de la plenitud que únicamente la resurrección llena. Existe una antropología, llamémosla de los insatisfechos, que encaja bien con el anuncio de la resurrección. Para ella, la resurrección es una exigencia".





Fuente: ElPais.com / El Papa concluye la reforma de la eternidad
Autor: Juan G. Bedoya, (España 1945 -) periodista, docente y político. Licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad de Navarra y ha trabajado, entre otros medios, en Alerta (Santander), El Correo Español (Bilbao), Televisión Española y ahora responsable de la sección de Religión de El País. La Comisión Europea ha otorgado en España el ‘Premio Europeo de Periodismo 2009.
También ha sido director de Hoja del Lunes de Santander (1975-1980). Director del Curso La cuestión regional de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Profesor de Literatura en la Escuela Politécnica (1973-1974). Presidente de la Junta de Fundadores de Cantábrico de Prensa S.A. Editor del periódico ALERTA Cantabria (1985-1993).
Fotografía: Detalle de el "El purgatorio", visto por el ilustrador Gustavo Doré de La divina comedia / retocado digitalmente del original (Getty)



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miércoles, 14 de abril de 2010

Ratzinger, en la hoguera. Por Juan G. Bedoya

El papa Benedicto XVI cumple cinco años en el cargo acorralado por los escándalos de pederastia y con acusaciones de inmovilismo y retroceso frente al Concilio Vaticano II. Roma ha cancelado el ecumenismo, con ofensas a judíos, musulmanes, protestantes o anglicanosLos cardenales eligieron Papa en 2005 a un intelectual de postín y esperaban que rindiese como un gran ejecutivo. No ha resultado. A punto de cumplirse los cinco años de mandato como sumo pontífice el próximo día 19, Benedicto XVI, de civil Joseph Alois Ratzinger, es un anciano de 83 años atado a su pasado de teólogo e inquisidor de doctrinas. ¿Qué ha hecho en este lustro? ¿Qué se propone? Sus admiradores cuentan que es un gran trabajador y que ahora mismo está empeñado en culminar antes del verano su ingente biografía de Jesús de Nazaret, cuyo primer tomo fue un éxito de ventas hace dos años. Los detractores lo acusan de atacar a las reformas del Concilio Vaticano II y de despreocupación o impotencia ante los problemas que afronta el catolicismo.

Ratzinger "es criticado por no hacer nada... y por hacer demasiado", opina su biógrafo, el periodista católico italiano Vittorio Messori. Como él, la jerarquía de la Iglesia vela armas para enfrentarse al examen del primer lustro de este pontificado. Lo hace a la defensiva. La efemérides no ha podido llegar en peor momento, con una riada de noticias sobre curas -y hasta obispos- pederastas actuando con impunidad durante décadas ante la pasividad o el silencio cómplice del Vaticano.

Benedicto XVI está en medio de ese quemadero. También ha patinado en otros campos de la gestión. Ha provocado agrias polémicas con musulmanes, judíos o anglicanos; escandalizó cuando quiso acabar con el cisma del ultraconservador arzobispo Marcel Lefebvre, y se enfrentó a la comunidad científica condenando en África el uso del preservativo como método de combate del sida. También sigue enfrentado a la ciencia, negando toda la investigación con células madre.

Ratzinger sabía a lo que se enfrentaba cuando se postuló hace cinco años como sucesor del polaco Juan Pablo II, de civil Karol Wojtyla. Su discurso electoral fue clamoroso, aquel 24 de marzo de 2005, con Juan Pablo II ya moribundo, a punto de superar los 27 años en el cargo. Era el Viernes Santo de ese año y Ratzinger sustituía al enfermo pontífice en el tradicional Via Crucis ante el imponente Coliseo romano. No era una casualidad. En cada rezo de las estaciones del fundador cristiano hacia el monte Calvario, el hoy Papa aprovechó para intercalar comentarios de programa de gobierno. Fue en la novena estación -tercera caída de Jesús bajo el peso de la cruz- cuando clamó: "¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar entregados al Redentor! ¡Cuánta soberbia! La traición de los discípulos es el mayor dolor de Jesús. No nos queda más que gritarle: Kyrie, eleison. Señor, sálvanos".

Era un discurso alarmante, elaborado para encoger el corazón de la mayoría de los cardenales, acostumbrados muchos de ellos a una vida regalada en el mejor de los mundos, sobre todo durante sus frecuentes estancias en Roma. Dos semanas más tarde, reunidos en cónclave, los 114 purpurados -con el pomposo título de Príncipes de la Iglesia, aunque cardenal viene de cardo, en italiano bisagra o punto de apoyo- no se demoraron en decidir qué Papa querrían. Era el alemán Ratzinger y se llamaría Benedicto XVI.

La elección causó no poca sorpresa. Hoy se sabe que se inclinaron por Ratzinger por considerarlo el único capaz -por conocimiento y por autoridad- de arreglar los problemas acumulados durante el interminable ocaso del polaco Wojtyla, del que el teólogo alemán había sido sumo ideólogo. La información es poder, y nadie sabía tanto sobre las crisis -y los pecados- del cristianismo romano como el presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el ex Santo Oficio de la Inquisición que Ratzinger había dirigido desde 1981 con mano de hierro. En el momento de su elección tenía 78 años, tres años más de la edad de jubilación de los obispos. Su salud era quebradiza. Hoy, en el balance de gestión, cinco años más tarde, se olvidan esas circunstancias personales.

Ratzinger ha sido siempre un hombre de ideas fijas, pese a su propia opinión. "A mí ya me han diseccionado varias veces: el profesor de la primera etapa y el de la etapa intermedia, el primer cardenal y el de después. Ahora se añade otro segmento más. Como es natural, las circunstancias, las situaciones y las personas influyen, porque asumen distintas responsabilidades. Digamos que mi personalidad y mi visión fundamental han madurado, pero todo lo que es esencial ha permanecido idéntico", dijo de sí mismo en 2006 cuando su biógrafo le hizo notar una supuesta diferencia entre el panzer kardinal (tanque de combate) que dirigía la Congregación para la Doctrina de la Fe y el tímido Benedicto XVI al timón de la nave del apóstol Pedro.

Alguna prensa alemana había recibido la elección de Ratzinger con el título equívoco de panzer kardinal. Era una alusión a su intransigencia por la inmisericorde condena de 130 teólogos y religiosos cuando fue prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Tampoco olvidaron en Alemania que el nuevo pontífice, además de teólogo y profesor universitario, militó en las Juventudes Hitlerianas y que fue soldado de la Wehrmacht al final de II Guerra Mundial.

Al margen de tan tormentoso -y brillante- pasado, Benedicto XVI no ocultó nunca que le aguardaba una tarea inmensa si quería acabar con la "suciedad" y la "soberbia" que anidaba en su Iglesia cuando se propuso como candidato papal. Lo intuyó a las 18.04 del 19 de abril de 2005, nada más anunciarse su elección, y lo dijo en su primera bendición urbi et orbi ("a la ciudad de Roma y al mundo").

Tampoco pudo ignorar que iba a estar solo en la tarea, salvo que realizase radicales cambios en la Curia (gobierno) del Vaticano. Pero no lo hizo. Es un primer retroceso, principio de todos los demás. En la llamada eufemísticamente Ciudad Santa, el poder sigue en manos de los de siempre, con algunos cambios por razones de edad. Es el caso del astuto cardenal Angelo Sodano, número dos de Juan Pablo II y uno de los protectores del fundador de los Legionarios de Cristo y notorio pederasta, el sacerdote mexicano Marcial Maciel. Ha sido sustituido por otro italiano, Tarcisio Bertone, igual de inmovilista, también amigo de lavar en casa la ropa sucia. Tampoco el cambio en la portavocía eclesiástica -el periodista español Joaquín Navarro Vals, miembro del Opus Dei, antes; el jesuita Federico Lombardi, ahora- ha ganado para el pontífice una solidaridad especial. En el Vaticano siguen mandando los ancianos aupados por Wojtyla, en su mayoría "prelados paternalistas desesperadamente aferrados al sillón y que bloquean desde hace años el funcionamiento de la Santa Sede con mediocres disputas internas y personalismos enredadores". Son palabras del canonista y editorialista-analista del diario italiano La Stampa, Filippo di Giacomo.

¿Por qué, en un cónclave formado -salvo una excepción- por cardenales nombrados por Juan Pablo II, los 114 electores escogieron al único que llevaba aún la púrpura concedida por Pablo VI, un Papa del Concilio Vaticano II? Con Juan Pablo II predominó un "wojtylianismo público", de masas y medios de comunicación. En cambio, Ratzinger está centrado en la palabra desnuda: homilías, ángelus, catequesis, discursos y, hasta ahora, tres encíclicas. Su idea era acostumbrar a los católicos a fijarse en lo esencial, no en la persona del Papa, el eterno papanatismo. ¿Por qué ese cambio? Es un misterio; por decirlo desde el punto de vista de la fe: una decisión del Espíritu Santo.

Suele decirse que las promesas electorales están para incumplirse. Ratzinger no las hizo.

El único documento que puede tenerse como tal es la homilía en la misa para elegir nuevo Papa el día del comienzo del cónclave, donde dibujó un panorama teórico sobre los cristianos veletas -que se han dejado llevar por corrientes ideológicas opuestas: del marxismo al liberalismo hasta el libertinaje, del colectivismo al individualismo, del ateísmo a un vago misticismo-. También fijó allí su idea de que el mundo está dominado por la "dictadura del relativismo que no reconoce nada que sea definitivo y que deja como última medida sólo al propio yo y a sus deseos". No dijo cómo luchar contra esa tendencia.

Ideas o palabras al margen, el balance es desolador. En cinco años ha provocado varias veces la indignación de los judíos -13 millones-; por ejemplo, cuando readmitió en la "comunión eclesial" a los seguidores del arzobispo Marcel Lefebvre -la llamada Hermandad Sacerdotal de San Pío X-, entre ellos a Richard Williamson, que niega el Holocausto y al Vaticano II.

"Al levantar la excomunión de los integristas, sin exigirles la aceptación del Concilio Vaticano II, no son ellos quienes se incorporan al cristianismo conciliar. Es más bien el Papa quien se convierte al integrismo y lleva a la Iglesia en esa dirección", sostiene el teólogo Juan José Tamayo. La canciller alemana Angela Merkel exigió entonces al Papa, su compatriota, que pidiera disculpas a los judíos.

El Papa también ha reintroducido en la liturgia una oración por la conversión de los judíos, de carácter preconciliar, y suele irritar a esa comunidad religiosa cuando insiste en elevar a los altares (es decir, en colocar como ejemplo de santidad para todo el mundo) al papa Pío XII, acusado de callar ante los crímenes de los nazis y ante el terrible Holocausto.

Ofendió también Benedicto XVI a los musulmanes -1.300 millones- cuando, en un discurso en la Universidad de Ratisbona (Alemania) en septiembre de 2006, dijo que Mahoma impuso la fe con la espada y proclamó la guerra santa, vinculando al dios del islam con la violencia y la irracionalidad. Tampoco los protestantes -650 millones- y los cristianos ortodoxos -250 millones- tienen motivo de contento con este Papa. En un documento oficial de julio de 2007, el Vaticano identifica la Iglesia de Cristo con la Iglesia católica, a la que considera la única verdadera, y califica en consecuencia a las Iglesias ortodoxas como Iglesia imperfecta y niega que las Iglesias de la reforma sean Iglesia.

El proceso ecuménico (de encuentro entre religiones, en la idea del teólogo Hans Küng de que no habrá paz entre las naciones sin paz entre las religiones) también sufrió un duro revés cuando el Papa les dijo a las comunidades indígenas latinoamericanas -el 10% de la población en ese continente-, durante su viaje a Aparecida (Brasil) en 2007, que una supuesta vuelta a las religiones precolombinas no era un progreso, sino un retroceso. Lo dijo Benedicto XVI en su discurso inaugural de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, y en el mismo viaje acusó a los nuevos líderes políticos latinoamericanos de estar sometidos a ideologías superadas y de no actuar en concordancia con la visión cristiana del ser humano y de la sociedad.

También atacó allí a los teólogos de la liberación por politización, falso mesianismo, ideas erróneas y dependencia del marxismo, como había hecho, excomulgándolos, cuando estaba al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

Aún más criticada ha sido su visión de la planetaria lucha contra el sida, llevada a cabo por las autoridades sanitarias y gran parte de los Gobiernos. Durante un viaje a Camerún y Angola, el Papa execró contra el uso de los preservativos porque, dijo, "no sólo no solucionan el problema del sida, sino que lo agravan todavía más". El Parlamento belga pidió entonces, por mayoría, a su Gobierno que condenase esas declaraciones y expresase una protesta formal al Vaticano, de Estado a Estado. Una iniciativa parecida en España, a instancias de Izquierda Unida, no prosperó en el Congreso de los Diputados.

Todas esas derivas anticonciliares se resumen en una más aparatosa y visible: los cambios en la liturgia, autorizados con regocijo por Ratzinger. No sólo se vuelve a la misa en latín y con el celebrante de espaldas al pueblo creyente, sino que se han aceptado algunas de las ideas del arzobispo Lefebvre, el gran fustigador del Vaticano II. Ratzinger había sido perito en ese concilio, como asesor del episcopado alemán, pero siempre se mostró contrario a su desarrollo "con el entusiasmo de zelotes", acusó una vez a sus colegas, en referencia a una de las sectas más radicales en la época de Jesús, en la Galilea sojuzgada por Roma.

¿Por qué esa deriva antiecuménica o anticonciliar? El papa Ratzinger piensa que el Concilio Vaticano II le ha sentado muy mal a su Iglesia, y que sólo rectificándolo volverán tiempos de esplendor, prestigio e influencia. Los hechos son testarudos, en la dirección contraria. Cada día hay menos vocaciones sacerdotales y más parroquias sin cura. La juventud sigue alejada, salvo los cientos de miles de muchachos que jalean al pontífice desde los movimientos más conservadores; la mujer permanece marginada del santuario, y pocos católicos hacen caso a las doctrinas de sus prelados en materia de sexo u otros comportamientos sociales.

La decisión de acoger a sacerdotes anglicanos, incluso si están casados, no hace más que agravar el veto al celibato opcional entre el clero católico, origen de quebradores de cabeza para el Papa. Pero esas son ahora historias de sexo, un terreno en el que la jerarquía del catolicismo pierde casi siempre la compostura.



Fuente: ElPais.com
Autor: Juan G. Bedoya, (1945 -) periodista, docente y político español. Licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad de Navarra y ha trabajado, entre otros medios, en Alerta (Santander), El Correo Español (Bilbao), Televisión Española y ahora responsable de la sección de Religión de El País.La Comisión Europea ha otorgado en España el ‘Premio Europeo de Periodismo 2009.
También ha sido director de Hoja del Lunes de Santander (1975-1980). Director del Curso La cuestión regional de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Profesor de Literatura en la Escuela Politécnica (1973-1974). Presidente de la Junta de Fundadores de Cantábrico de Prensa S.A. Editor del periódico ALERTA Cantabria (1985-1993).

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miércoles, 11 de noviembre de 2009

Por los caminos de Newman y Blair. Por Juan G. Bedoya

Pese a lo que sostienen todavía los cronistas de la bragueta y buena parte del bando católico, el cisma de Enrique VIII no fue una cuestión de divorcio -para casarse con Ana Bolena-, ni un movimiento popular, como en la Alemania protestante. Excepto en la doctrina, los reyes de Inglaterra eran los jefes efectivos de la Iglesia mucho antes de que se afirmara esa posición con un estatuto parlamentario. El principio fue definido más tarde como cuius regio, eius religio (la religión de rey es la religión del reino), no para retornar al tribalismo, sino para poner orden en los desastres de las guerras de religión.

La definitiva ruptura anglicana se produjo "por un complicado embrollo de disputas y rencores personales, celos, rivalidades de jurisdicción, pugnas provinciales y simple mala intención" (Paul Johnson). También contribuyeron los desmanes económicos de muchos clérigos avalados por Roma, que arruinaban a su feligresía hasta para enterrar a los deudos. La decisión del Parlamento, en 1534, impulsada por Enrique VIII, acordó que el rey (y supeditado a él el arzobispo de Canterbury) era sin discusión la cabeza de la iglesia en Inglaterra, con todo el mando.

Enrique VIII no pretendía otra cosa que librarse del Papa o doblegarlo, como en aquel momento hacía el emperador Carlos V de Alemania (y Primero de España), que tenía preso al pontífice. Londres rompió con Roma, pero no con la fe católica. Es decir, inauguró un cisma sin querer implantar la herejía. La Iglesia anglicana no se hizo nunca protestante en su vida o en su constitución según el modelo alemán.

Pero nada es simple cuando se trata de religiones. Tras los años de la sangrienta reacción católica de María Tudor, que le costó morir en la hoguera al mismísimo arzobispo Crammer, Isabel I impulsó un catolicismo reformado, a medio camino entre los extremos de Roma -terrible Inquisición mediante- y las exageraciones de Calvino en Ginebra. La suspensión de celibato clerical obligatorio, del que tanto se ha hablado, no fue entonces sino una atracción manipulada eficazmente por los reformadores para consumo de muchos sacerdotes (en su mayoría, los jóvenes).

¿Y ahora? El acercamiento de las dos iglesias (la romana y la anglicana) viene de muy lejos. Pero no es ecumenismo en el sentido conciliar del término, sino una absorción en toda regla, una vuelta a la casa del padre por la parte de abajo. Roma no va a ceder nunca la primogenitura del sumo pontífice, ni la centralidad del Vaticano. Tampoco en su oposición a la ordenación de mujeres (de momento, al menos), o a la entrada de homosexuales al altar sagrado. Eso provoca, en la práctica, la pervivencia ab aeternum de la Iglesia anglicana como tal, con su jefe civil (ahora una reina) y un arzobispo pastoreándola.

Hace tiempo que la Santa Sede renunció a la reunión de las iglesias llamadas separadas según el pensamiento conciliar de Juan XXIII, en 1962. Ocurrió cuando el cardenal Ratzinger, papa ahora como Benedicto XVI, presentó a la firma de Juan Pablo II la proclamación de que no hay más doctrina e iglesia verdaderas que las romanas, ni otro camino para la salvación de las almas (declaración Dominus Iesus, año 2000). Se ve ahora con esta política de asimilación, acogiendo a los conversos anglicanos con miramientos y prelaturas, pero humillando a la cabeza.

La sangría de fieles del anglicanismo hacia la iglesia romana viene de lejos. Cuando Tony Blair, el ex primer ministro británico, acudió en 2007 a visitar a Benedicto XVI para publicitar su sonada conversión al catolicismo, el líder laborista, anglicano de nacimiento, llevaba en su cartera tres retratos del cardenal Newman, el gran converso. Era su regalo a Benedicto XVI porque, como declaró Blair, el más celebre predicador inglés era "pensador preferido" del actual pontífice.

La conversión de John Henry Newman (Londres, 1821-Birmingham, 1891), fue un acontecimiento mundial en su tiempo. Sus escritos y sermones como pastor anglicano no anticipaban su paso. Antes había liderado el Movimiento de Oxford, con el empeño de restituir a la Iglesia anglicana el derecho a considerarse parte de la Iglesia universal, como la católica y las ortodoxas, sin "romanizarla", pero remontándola a la tradición de los grandes padres y teólogos cristianos. Converso en 1845, el papa León XIII lo hizo cardenal en 1879 y Benedicto XVI prepara ya su beatificación. Sera el primer santo católico en el Reino Unido procedente del anglicanismo. Todo un símbolo.


Fuente: ElPais.com
Autor: Juan G. Bedoya
Fotografía: montaje Menesez Filipov

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