lunes, 16 de marzo de 2009

¿Crisis papal?

La soledad del Papa por la crisis de los lefebvrianos llena de sombras su pontificado.

"El Papa no está solo. Todos sus colaboradores más cercanos le son lealmente fieles y están profundamente unidos a él". El desmentido lanzado ayer por el cardenal Tarcisio Bertone, número dos de Benedicto XVI y secretario del Estado Vaticano, no deja lugar a dudas. Recuerda las coletillas que se usan en situaciones excepcionales o desesperadas, en golpes de Estado por ejemplo. Así están las cosas en el Vaticano. A casi dos meses vista del estallido del perdón a los obispos lefebvrianos, -incluido Williamson, el que se empeña en negar el Holocausto- el Papa ha caído herido por el intenso fuego amigo.

Dentro de la Iglesia "se muerde y se devora". Ése es el insólito mensaje que Ratzinger envió a los católicos en su ya histórica carta a los obispos de todo el mundo, que fue conocida el miércoles, un día antes de lo previsto, gracias a una nueva filtración de la curia, en la segunda fuga de información de las últimas semanas.

Usando palabras medidas, pero más íntimas que nunca, el frío Papa alemán se desnuda ante el mundo con una sinceridad nunca vista, tanto por el tono como por el contenido. Ratzinger no se queja de las críticas de laicos y judíos, al revés alaba "la ayuda de los amigos hebreos", hace autocrítica y admite errores de comunicación, pide perdón por no usar más Internet, se confiesa lacerado por la actitud beligerante de sus propias ovejas. El enemigo en casa: "Odio sin temor ni reserva", "hostilidad lista para el ataque".

La crisis que revela la carta es gravísima. El estado de ánimo del Papa, más que triste, profundamente solo y decepcionado, llena de sombras el presente y el futuro de su pontificado. Cuatro años después de su elección, "la curia está en desbandada y el Papa sigue encerrado en su palacio", escribía ayer Marco Politi, vaticanista de La Repubblica.

L'Osservatore Romano, el órgano de la Santa Sede, se atreve a definir las críticas católicas al Papa como "el mayor escándalo de los tiempos recientes", pone el adjetivo "miserables" a las fugas de información, habla de "manipulaciones" de la curia y recuerda al equipo de Gobierno que es un "organismo colegiado que tiene un deber de ejemplaridad".

El Papa desvela más: dice que ese clima de guerra civil, ese descontento, estaba latente, y ha salido a la luz del sol aprovechando el escándalo global creado por el perdón de la excomunión de los lefebvrianos. Un gesto magnánimo hacia los preconciliares, que quería ser de "discreta misericordia" y que se justifica en la virtuosa necesidad de unir a una Iglesia en crisis, es aprovechado por sus adversarios para "morder" y provocar una división aún mayor.

La revuelta parte de los grandes episcopados europeos, todos ellos muy sensibles a la cuestión judía (Alemania, con la sublevación de 60 teólogos; luego Austria, más tarde Francia y Suiza). Los críticos reprochan al Papa sobre todo una cosa: que no pidiera de forma preventiva a los lefebvrianos una adhesión clara al Concilio II. Ésa es la sustancia de la controversia, casi oculta tras la bomba mediática de la entrevista a Williamson en la que el obispo lefebvriano negaba el Holocausto. Lejos de ver en la decisión un futuro de unidad, muchos obispos juzgan como una involución el generoso trato ofrecido a los cismáticos. Una vuelta a un pasado oscuro y cerrado. Como dice un jesuita español destinado en Roma, "el concilio es la Iglesia; sin concilio no existimos".

Dentro de la curia -los cientos de obispos y cardenales que llevan la gestión diaria de la Santa Sede desde una treintena de congregaciones, tribunales, oficinas y consejos pontificios-, las lamentaciones son de otra índole. La principal es que un Papa como Dios manda no debe dar nunca marcha atrás. Y Benedicto XVI lo ha hecho dos veces en un mes. En Austria, al revocar el nombramiento del obispo auxiliar de Linz, el ultraconservador Gerhard Maria Wagner, ante el clamor suscitado en el país. Y en Roma, al conceder el perdón a los lefebvrianos y congelarlo luego.

Además, están los síntomas de guerrilla, la disfuncionalidad general en la gestión, las torpes prácticas de comunicación, el hielo entre el cardenal Bertone y la curia. Y a eso se suma el aislamiento del líder: la abstracción del Papa -ahora remata su primera encíclica social y la segunda parte del libro sobre Jesucristo-, la ausencia de un equipo con el que contrastar opiniones, la falta de una línea de mando, la escasez de cardenales fieles.

Caben en una mano: Bertone; el sucesor de Ratzinger al frente de la Congregación para la Doctrina de la fe, Joseph Levada; el nuevo responsable del Culto Divino, Antonio Cañizares; y Grocholewski, que se ocupa de Educación Católica.

Entre los demás, el deporte favorito es comparar a Benedicto XVI con Juan Pablo II. Inagotable tema de conversación en la curia, la nostalgia de los buenos y no tan viejos tiempos. La verdadera cruz de Ratzinger, bastón doctrinal de Wojtyla durante 20 años, es Wojtyla. "Él no tiene su carisma, no tiene su capacidad de llegar a la gente, no tiene su visión política. Vive apartado del mundo", resume Sor María, monja genovesa, profesora en un colegio de Roma.

Fuente: ElPaís.com / Titulo original "Fuego amigo en el Vaticano".
Autor: Miguel Mora

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